Han pasado treinta días y un poco más, y el espacio que habitaste, hasta el último momento, todavía huele a ti. Así se siente, dicen; eso es normal y durará más tiempo. Todos hemos perdido a alguien en este año y pico de pandemia. 

Todos sentimos que fue injusto, o que pudimos haber hecho más. Un poquito más, si las condiciones de los establecimientos de salud, o del propio servicio médico que brindan los hospitales públicos y las clínicas privadas hubiera tenido más consideración por el otro. Porque se trata de personas, siempre; y porque en momentos difíciles la solidaridad debe ser el crisol en el que se funden la necesidad del otro con la posibilidad de caer en desgracia de uno. 

Cuántas personas suman en ese jirón de ‘gentes buenas’ que no debieron irse, que por esa cualidad de indispensables en nuestras vidas debían mantenerse dispuestos y saludables, para seguir con sus vidas haciendo mejores las nuestras. Si esta maldita enfermedad terminó convirtiéndose en la más democrática de las desgracias, capaz de arrebatarle las alegrías al más pudiente por igual que al más pobre, la esperanza de salir de una vez por todas debe seguir siendo hoy día la utopía del progreso que todos anhelamos, también por igual; en el que los pequeños piden apenas lo necesario, y los grandes el doble de lo que no necesitan. Porque, llámame pesimista si quieres, después de esta pandemia, la solidaridad seguirá siendo, a pesar de la tristeza, una bonita anécdota.

Me he puesto a pensar en cuántas personas se habrían salvado, incluyéndote, si la vacuna llegaba antes. Más aún, cuántas vidas se habrían cuidado mucho mejor si los hospitales y centros de salud hubieran reconocido en la mirada de sus visitantes no solo la necesidad de atención, sino también las ganas de seguir viviendo, por quienes esperan en casa. Porque el Estado debe estar al servicio de todo el que lo necesita en el momento en que más se le necesita. Es una enorme ironía, de las más crueles quizá, que el día que partiste hayas tenido programada tu vacuna en la capital. 

Como sea, al fin y al cabo, no depende de ti cambiar las cosas, porque ya no estás, sino de los que seguimos aquí, batallando diariamente luego de haber conocido de cerca la desgracia. Que encuentres la paz allá adonde estés. Por acá, los que quedamos, tendremos que comprometernos a hacer más porque las cosas cambien para mejor.

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